Cine: El largo y pecaminoso recorrido del apóstata
‘El
apóstata’ es una película surrealista, y también muy humana y enfermiza
sobre las dificultades de un hombre para emanciparse del catolicismo
Cuando a Saza le preguntaban en La escopeta nacional si estaba comprometido políticamente él contestaba: “Apolítico. Total. De derechas, como mi padre”.
Así puede resumirse la identidad política de varias generaciones en
España. Si además añadimos el catolicismo como piedra angular de la
educación tenemos el perfecto retrato del español medio que vivió o
nació durante el franquismo. Y aún se heredan comportamientos dogmáticos
de aquellos tiempos como el bautizo o la comunión.
El progreso y la libertad de
pensamiento de nuestro actual sistema económico y político nos han
permitido cuestionarnos nuestra propia identidad como españoles,
ciudadanos del mundo, católicos o ateos. El problema es que cuando uno
toma una decisión -en este caso, ser ateo- y quiere llevarla hasta el
final, necesita que en los archivos eclesiásticos deje de aparecer su
nombre como miembro de un club al que nunca se apuntó por cuenta propia.
El proceso es tan complejo que la mayoría desiste.
La apostasía, que es algo
así como negar la fe de Jesucristo recibida en el bautismo, se convierte
en gatillazo cuando choca contra el muro burocrático que la iglesia
levanta contra aquellas ovejas descarriadas que pretenden darse de baja
de las filas de Dios. Una reafirmación de la identidad ahogada en
papeleo. Álvaro Ogalla lo intentó, comenzó este proceso para el que hay
decenas de sitios en Internet que sirven como guía al aventurero. Su
historia es tan particular y al mismo tiempo tan de aquí, que el
director uruguayo Federico Veiroj quiso hacer una película con él como
protagonista.
De eso va El apóstata,
de un treintañero despeinado que vive en una casa de soltero donde todo
está hecho un desastre, que un día fue bautizado, que después se vistió
de comunión y que ahora ha decidido apostatar. Es lo único que tiene
claro, porque aún no ha terminado la carrera, va por ahí con la camisa
fuera del pantalón y sobrevive dando clases particulares. Pero no se
identifica, dice, con los mandatos de Dios, porque qué diablos importará
la religión en las vidas de los ciudadanos de un país donde la gente se
casa por la Iglesia para vestir de blanco o porque “no es lo mismo”.
No es lo mismo desde luego
para el obispo interpretado por un Juan Calot que ya tiene carrera en la
iglesia desde su interpretación en El abuelo. Las
conversaciones entre Calot y el candidato a apóstata son lo mejor de la
película, un enfrentamiento dialéctico que, aunque serio, termina
siendo irremediablemente tragicómico.
Calot defendiendo sus
creencias y soltando el sermón a Ogalla resulta tan entrañable como el
personaje de Fernando Fernán Gómez en Ana y los lobos,
ese infatigable perseguidor de la unión mística del hombre y de Dios.
Por otro lado, el obstinado apóstata persigue su objetivo con la misma
comicidad y pesadumbre con la que Plácido intenta
pagar la primera letra de su motocarro. Carlos Saura y Luis García
Berlanga representan dos tradiciones cinematográficas distintas que
tienen en común el costumbrismo venenoso con el que Azcona empapaba
todos sus guiones. Algo de esta mezcla ha heredado Veiroj.
La prima es el fruto del pecado
El apóstata comienza con el personaje de Ogalla, Gonzalo Tamayo, comiendo pipas en un parque mientras suena, jubiloso, el Romance Pascual de Los Pelegrinitos,
de Federico García Lorca y La Argentinita, sobre dos primos que visitan
al Papa para ser casados. Hay un tono de fábula en el comienzo de la
película pero enseguida adquiere un poso realista, casi sucio, cuando la
prima de Tamayo le visita, se tumba en su cama, se quita la ropa y él,
pícaro, también se desnuda y se vuelve acostar al lado de esa mujer que
un día fue niña y a la que entonces ya deseaba. Marta Larralde es el
pecado original de este apóstata sin oficio ni beneficio.
Hay en España una gran
tradición de primas que sacuden la poca decencia de sus hombres. Sin
irnos mucho más lejos en el primer cine de Carlos Saura encontramos a La prima Ángélica,
un crudo retrato de las miserias que dejó tras de sí la Guerra Civil a
través de la obsesión de ese José Luis López Váquez que un día volvía al
pueblo para enterrar a su madre, y que inevitablemente rememoraba el
doloroso amor que de niño sintió por su prima.
También está la prima de la Opera Primade
Fernando Trueba, Paula Molina, que resultó ser el paradigma de lo
irresistible y de lo prohibido para un espléndido Óscar Ladoire. El
filme se convirtió además en el símbolo de la nueva comedia madrileña,
la que rompía con el pasado gracias a una osadía y una frescura que
jamás volvió a tener el mayor de los Trueba.
Es la presencia de esta
prima, y el recuerdo de ese deseo sexual y primigenio, lo que marca los
pasos de Tamayo, que a lo largo de este difícil y pecaminoso recorrido
hacia la apostasía se cuestiona a sí mismo en mitad de una búsqueda
torpe y ridículo. Estamos ante el proceso de emancipación de un niño
cruel, de un joven ladrón, de un adolescente rebelde con dificultades
para obedecer los códigos paternos y de un adulto que comienza a
degustar el sabor de la madurez. Pedir la baja del catolicismo es solo
un símbolo de la reivindicación que Gonzalo Tamayo necesita hacer de su
propia identidad.
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