lunes, 24 de agosto de 2009

ARMANDO HURTADO, ENTRE LINEAS




Entre líneas

DIOS, PATRIA Y REY

Entre las más suculentas afirmaciones axiomáticas atribuídas a Albert Einstein se encuentra la de que nada más hay dos cosas que pueden considerarse infinitas: el Universo y la estupidez humana. El genial maestro añadiría que él sólo albergaba dudas respecto a lo del Universo.
Pero hablando de estupideces relevantes, la noticia de que la ministra de Defensa se propone modificar el Reglamento de Honores Militares - de la manera y en la medida anunciadas - para adaptarlo a la Constitución de 1978, sólo pone de relieve la reiteración de la torpeza argumentativa ya esgrimida para justificar la prometida desaparición de crucifijos y demás símbolos confesionales en escuelas públicas y ceremonias estatales, en general.

Se trata de un mismo tema y la estupidez consiste en tratar de vendérselo a la ciudadanía de este país por separado y con cuenta-gotas, racionando la ejecución de un mandato constitucional que viene siendo manifiestamente burlado desde 1978, so pretexto de respetar los sentimientos de quienes, además de ciudadanos españoles, son miembros de instituciones privadas de carácter religioso, por muy tradicionales que hayan sido. Y es que lo que se nos quiere obligar a respetar son supuestos derechos adquiridos (¡y a qué precio histórico!) por una de esas instituciones: la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

El artículo 16 de la Ley constitucional del Estado español “garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades, sin más limitación en sus manifestaciones que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por las leyes. Ninguna confesión tiene carácter estatal y los poderes públicos han de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española para mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y con las demás confesiones”.

Las leyes existen para ser interpretadas antes de aplicarse. Cabe preguntarse en qué casos y en qué medida ha de considerarse (por ejemplo) que una manifestación etiquetada como religiosa puede hoy alterar el orden público y, sobre todo, qué naturaleza pueden tener hoy las “relaciones de cooperación” de los poderes públicos con las diferentes creencias religiosas que se dan en la sociedad española, sin comprometer al Estado de Derecho confesionalmente.

La Constitución de 1978 no puede ser interpretada con el pensamiento estancado en las circunstancias históricas de las que estábamos tratando de huir en el momento de su promulgación. Las “creencias religiosas” de la sociedad española actual son las que revelan los sondeos, la cultura popular realmente vivida, escrita o televisada (no la meramente folclórica o semanasantera), los registros civiles, los seminarios semi-vacíos y las crucecitas de las declaraciones tributarias en minoría.

Las relaciones de cooperación a las que suelen referirse actualmente los obispos españoles son, además de las relacionadas con la cuantía de las subvenciones económicas que reciben, aquellas otras que en el pasado permitieron la intervención oficial de la jerarquía eclesiástica en el funcionamiento del Estado, mediante concordatos con las sucesivas oligarquías gobernantes. Desde el de 1851, en el que se reconocía a la Iglesia el derecho a “vigilar la pureza ideológica de los estudios”, recogido en la primera Ley de Enseñanza Pública (la de 1857) - paradójicamente promovida por el ministro masón y liberal-moderado Claudio Moyano - hasta momentos inmediatamente anteriores al nacimiento de nuestra actual Constitución:

"Podrá el Gobierno conceder autorización para abrir Escuelas y Colegios de primera y segunda enseñanza a los Institutos Religiosos de ambos sexos legalmente establecidos en España, cuyo objeto sea la enseñanza pública, dispensando a sus Jefes y Profesores del título y fianza que exige el artículo 150", rezaba el inolvidable artículo 153 de aquella ley pionera, en un alarde del tipo de “colaboración” que añora la Conferencia Episcopal española. Ni siquiera era necesario que el curita o la monjita estubieran cualificados para la enseñanza. Bastaba con que sirvieran para transmitir los “mensajes” de la Iglesia, rodeados de crucifijos, inmaculadas-concepciones y sagrados-corazones...

En el borrador del próximo Reglamento de Honores Militares, nos dice ahora la Sra. ministra (persona admirable y liberada, por lo demás) que “se respetará el ejercicio de la libertad religiosa” y que “la participación de los militares en esos actos tendrá carácter voluntario”. ¡Aleluya! Se confirmará la legalidad de una realidad constitucional ya existente. Pero, añade, “la única ceremonia que se considerará acto de servicio y tendrá, por tanto, carácter obligatorio, será la que forme parte de los actos fúnebres por militares muertos en actos de servicio”. Por supuesto, se presume que el fallecido puede profesar cualquier religión o no profesar ninguna.

Sigue así el Estado jugando al juego de las creencias, más que opinables, sobre acontecimientos post-mortem, asumiendo con ello una metafísica de la muerte que suele ser común a las más diversas confesiones, en lugar de dejar realmente el tema al margen de la confesionalidad, como prescribe el artículo 16 de nuestra Constitución.

Uno se pregunta qué demonios tiene que ver la religión que profese una persona que sirve destacadamente a la sociedad - en el ejército o en cualquier puesto de responsabilidad civil (política o no) - con el reconocimiento que se considere oportuno rendirle por haber fallecido dignamente, cumpliendo con las obligaciones contraídas. ¿Es que nuestras instituciones sociales son incapaces de elaborar y llevar a cabo solemnes ceremonias de honras fúnebres lisa y llanamente laicas, independientes de cualquier creencia? No lo creo. Si lo que se honra es la memoria de quien ha servido bien a la sociedad, inspirado por criterios éticos personales de su elección, eso debería ser igual para todos los ciudadanos.

Los conceptos de Dios, Patria y Rey de nuestras sangrientas “guerras de liberación”, primero carlistas y luego fascistas o nacional-católicas, no se contemplan para nada en nuestra Constitución y el respeto debido a todo el mundo tiene que ser administrado con valentía.

Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho

elplural.com

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