Los escandalosos abusos de los curas de la diócesis de Valparaíso
Cuatro ex
seminaristas del Seminario Pontificio, ubicado en las inmediaciones del
Santuario de Lo Vásquez, cuentan sobre su vida dentro de uno de los
centros de formación de sacerdotes más antiguos del país. Hablan de
acoso, abuso sexual, manipulación de conciencia y hasta violaciones. Sus
testimonios figuran en dos denuncias, una civil y otra eclesiástica. La
primera fue sobreseída y la segunda aún no tiene respuesta. En ellas
acusan a tres obispos de encubrimiento y aseguran que no se trataría de
hechos aislados.
Lo más vistoso de la antigua casona de
Olmué era una enorme piscina rodeada de prados. Sobre el césped,
apuntando indolentemente a la alberca, el sacerdote a cargo de la
delegación de seminaristas, Mauro Ojeda, invitó a sus alumnos a bañarse
desnudos en cuanto cayera la noche. La propuesta flotó en el aire como
un misterio pagano. El mismo cura, repetidas veces durante la jornada,
descartó que se tratase de una broma. El rebaño estaba inquieto.
La luz del día se desvaneció lentamente
hasta terminar en el más oscuro degradé. Era la hora pactada. Ojeda,
como si se tratase de un viejo rito, incitó a los seminaristas a
quitarse la ropa. La mayoría pensó que se trataba de una prueba. El cura
se desnudó y se metió a la piscina. “Era como un oso gigante, peludo,
horrible”, recuerda uno de los presentes.
Todos los seminaristas lo siguieron,
salvo uno. Flotando en el agua, el sacerdote increpó al rebelde: ¿Tienes
dudas de tu sexualidad?, inquirió en voz alta.
Mauricio Pulgar llevaba un par de meses
en el seminario Pontificio San Rafael, ubicado a un costado del
Santuario de Lo Vásquez, invitado por el mismo cura que chapoteaba en la
piscina. Aquel que pedía a sus alumnos que lo llamaran “papito” y que
visitó la casa de su padre para convencerlo de entregar a su hijo a
Dios. Ojeda le habría dicho a Pulgar en otra ocasión: “Nosotros somos
una familia espiritual y tenemos que acompañarnos, solo entre nosotros
las cosas se entienden. Tenemos que guardarnos nuestras cosas, nuestra
pobreza humana, la gente de afuera no las entiende”.
Pulgar tenía 17 años y desde los 13
aspiraba a convertirse en sacerdote. Fue acólito en la Parroquia Nuestra
Señora del Rosario en Quilpué, perteneció a las cruzadas eucarísticas y
luego a un grupo de jornadas vocacionales. Sus padres se habían
separado hacía poco y buscó refugio en la Iglesia. En 1992 ingresó al
seminario y Ojeda, entonces captador de vocaciones, le recomendó que se
alejara de su madre, insinuándole que era mal influencia por estar
separada. El exseminarista hoy resume el periodo sumando dos elementos:
“Tenía 17 años y me sentía solo”.
Pulgar fue el último en desnudarse y
meterse en la piscina. Mauro Ojeda comenzó a jugar en el agua, pasaba
por al lado de los seminaristas y les tocaba sus genitales. El muchacho
arrancó del agua y se encerró en una pieza. “Me quedé dormido tapado
hasta las pestañas”.
“El problema eres tú”
Pulgar recuerda que estaba leyendo en la
biblioteca cuando vio que uno de sus formadores, profesor de liturgia,
le dio vuelta la cara a un seminarista forzándolo a besar su boca. Se
trataba del ex obispo castrense y actual Monseñor de Valparaíso: Gonzalo
Duarte García de Cortázar.
La escena lo dejó perplejo. Había algo
que no cuadraba en el plano formativo. “Se suponía que en ese contexto
religioso, los homosexuales eran malos y demoníacos, pero resulta que
unas generaciones más atrás había ingresado una oleada de puros
maricones”.
Pulgar se sentía agobiado. Oprimido
espiritualmente. “Creía en Dios y en la Iglesia Católica, pero, a la
vez, era impulsado a adoptar conductas que percibía como incorrectas”:
abrazos, toqueteos y besos. “Me sentía podrido, se me empezó a caer el
pelo”, recuerda. En su confusión, incluso, llegó a pensar que eran
pruebas que Dios le ponía en el camino.
La vida adentro del seminario se tornó
abrumadora. Algunos aspirantes a vestir sotana se paseaban de la mano en
los pasillos, otros se encerraban con los sacerdotes en sus
habitaciones, Duarte hablaba en clases que darse besos entre hombres era
normal y uno de sus compañeros, asegura Pulgar, terminó como pareja de
Mauro Ojeda.
El seminarista comenzó a dormir con la
puerta cerrada con llave. Sus superiores decidieron enviarlo al sicólogo
para que superara sus “problemas de afectividad”. “Si no te gusta que
te toquen el poto, el problema eres tú. Si no te gusta que te rocen los
labios, el problema eres tú. Si no te gusta andar abrazado, el problema
eres tú. Siempre el desviado eres tú”, reflexiona hoy Pulgar.
Los compañeros más sumisos, en cambio,
gozaban de otros privilegios. Los fines de semana solían visitar los
departamentos en Viña del Mar de Gonzalo Duarte y Javier Prado, hoy
obispo emérito de Rancagua, ambos de la congregación de los Sagrados
Corazones. “Había un trato diferencial entre los que iban y los que no”,
recuerda Pulgar.
Ningún test de Rorschach, sin embargo,
pudo comprobar algún atisbo de desviación en el joven seminarista. Pese a
ello, le restringieron las salidas los fines de semana y lo obligaron a
ponerse traje de vestir. Había que ablandarlo con actos de humildad. La
orden habría sido impuesta por su formador, Mauro Ojeda, y visada por
el entonces obispo diocesano de Valparaíso, Jorge Medina Estévez.
Los acosos continuaron. Mario
Lisperguer, otro cura, solía hostigarlo, igual que José Olguín, quien le
hablaba muy de cerca, le acariciaba el cuello y lo tomaba
insistentemente de la mano. Pulgar decidió enfrentarlo y le dijo que si
necesitaba cariño iba a llamar a su padre. El sacerdote lo trató de
violento y su director espiritual, Gerald Fritz Patrick, al comentarle
lo sucedido, le dijo que eran “tentaciones suyas”.
Acorralado, Pulgar decidió marcharse del
seminario. “Me tenían chato”, dice. Llevaba tres años de formación y el
problema seguía siendo él. En el escritorio del director del seminario,
Jaime Fernández, dejó una cruz y su túnica. Antes de irse le dijo que
adentro pasaban cosas malas y que él nunca había considerado sus
advertencias. Pulgar llamó a su casa, no encontró a nadie, y decidió
acudir a la parroquia donde su antiguo formador, el sacerdote José
Donoso.
Porno gay
A diferencia de algunos compañeros,
Marcelo Soto siempre optó junto a otros seminaristas por dejar la puerta
de su pieza abierta. Quería dar una señal de transparencia y
diferenciarse de aquellos que se encerraban en los dormitorios. “Si
alguien quiere entrar, que pase”, era su política.
A Soto, que había entrado un año antes que Pulgar, también le llamaba la atención la conducta que algunos curas profesaban con sus alumnos. Encontraba raro ver a una camada de “tipos tan afeminados”. Las pocas veces que intentó comentarlo, sus superiores le respondieron: “Ah, son rollos tuyos, atados tuyos, ponte a leer”.
A Soto, que había entrado un año antes que Pulgar, también le llamaba la atención la conducta que algunos curas profesaban con sus alumnos. Encontraba raro ver a una camada de “tipos tan afeminados”. Las pocas veces que intentó comentarlo, sus superiores le respondieron: “Ah, son rollos tuyos, atados tuyos, ponte a leer”.
Pero los seminaristas no eran ciegos. La
estrecha relación de Mauro Ojeda con uno de sus compañeros no pasó
inadvertida para nadie. Raúl González, nombre ficticio que utilizaremos
para proteger a uno de los denunciantes, recuerda que uno de los
seminaristas adoraba a Ojeda. “Me decía que lo encontraba lindo”, le
acariciaba “la peladita” y solían salir juntos. El muchacho en cuestión,
en ese entonces de 19 años, dormía en su pieza con un osito de peluche.
“Ya estaba bien peludito – recuerda González-pero igual veía a Ojeda
como un Dios”.
Cada cura tenía sus favoritos y los
alumnos competían por encontrar al mejor director espiritual. Así se
ganaban un cierto estatus y la confianza de los sacerdotes. Adentro los
separaban por afinidad: los estudiosos y los carismáticos. Marcelo Soto
recuerda una descarnada “lucha de poder” al interior del seminario:
“Había una gran competencia, el tema político era súper fuerte, hay
gente de distintas tendencias y sesgos bien marcados”, recuerda.
Incluso en el terreno de las amistades
había que tener cuidado. Quizá más que en otros casos, pues se estaba
bajo el influjo de la admiración. Cuando Soto estaba en primer año llegó
Humberto Henríquez, proveniente del seminario de Santiago, a finalizar
sus estudios en la diócesis de Valparaíso. Una medida bastante inusual
en aquella época. Henríquez tenía 30 años y era bastante culto. Terminó
siendo amigo de Soto.
Para un joven de provincia, que recién
había terminado el colegio y apenas había pololeado dos veces; conocer a
Henríquez, un tipo a punto de consagrarse, fue una experiencia que lo
encandiló. Soto lo tomó desde entonces como una suerte de guía.
Henríquez era divertido y, a ratos, muy
deslenguado. Siempre se jactaba de que conocía varias “papitas” de
hartos curas y obispos. Decía que era muy cercano al cura Juan Barros,
discípulo de Karadima y actual obispo de Osorno, cuestionado por los
feligreses por encubrir al exsacerdote de la parroquia El Bosque. Si
bien nunca entraba en detalles, Henríquez solía trasmitir consejos.
“Quédate callado en el seminario, ordénate y después manda a todos a la
punta del cerro, no importa que te gusten los hombres o las mujeres, haz
lo que quieras, en la Iglesia siempre vas a encontrar plata y poder”,
le advertía. Soto se reía tímidamente, pensando que se trataba de una
broma. “Me achunchaba”, recuerda.
A fines del segundo año de seminario,
Humberto Henríquez se ordenó sacerdote y fue destinado a la Parroquia
Nuestra Señora del Rosario en Quilpué, la misma donde se había formado
Pulgar años atrás; un enclave con muchos recursos. “Está en la calle
principal, frente a un mall, tiene varios locales comerciales que
arrienda. Técnicamente la parroquia es una inmobiliaria”, precisa.
Henríquez le ofreció a Soto que lo ayudara en las misas y empezó a acudir todos los fines de semana: “Era como una esponja que se iba empapando de experiencia”, recuerda. Aunque a veces notaba al cura medio afeminado, Soto estaba tan adoctrinado que pensaba que eran “rollos suyos”. Nada más lejano a la realidad.
Henríquez le ofreció a Soto que lo ayudara en las misas y empezó a acudir todos los fines de semana: “Era como una esponja que se iba empapando de experiencia”, recuerda. Aunque a veces notaba al cura medio afeminado, Soto estaba tan adoctrinado que pensaba que eran “rollos suyos”. Nada más lejano a la realidad.
Una tarde de domingo, después de misa,
Henríquez lo invitó a tenderse un rato en su pieza para ver una
película. En cuanto el cura puso play, el seminarista saltó del asiento
como impulsado por un resorte. Era una cinta de porno gay. “De un
segundo a otro el guía, a quien consideraba mi partner, se me cayó del
pedestal”. Soto quedó en shock. No comentó el tema con nadie.
Después de una agobiante semana volvió a
la parroquia. Henríquez se hizo el desentendido. Antes de marcharse le
pidió al muchacho que le buscara un libro en su pieza. Allí se le
abalanzó encima, intentó bajarle los pantalones y hacerle sexo oral.
Soto recuerda haber sentido cuatro emociones sucesivas: rabia, temor,
vergüenza y dolor. “Me di cuenta que todo lo que había construido era de
papel”.
La decepción fue total. A los pocos días
decidió contarle al obispo auxiliar Javier Prado todo lo que había
sucedido. Después de escucharlo, el cura le preguntó: ¿No habrás dado tú
algún motivo para que lo hiciera? Dos semanas después fue a hablar con
Gonzalo Duarte. El actual obispo de Valparaíso le habría dicho que no
tenía vocación y que lo mejor que podía hacer era abandonar el
seminario. Soto entendió el mensaje: “había que quitar el problema de
raíz”. “Pensaron que en algún momento iba a contar todo y eso les podía
traer problemas”, agrega.
El sueño para el seminarista había
terminado. No volvió el año entrante y supo que a Henríquez lo habían
derivado a un sicólogo. Cuando su madre le preguntó por qué había
abandonado el seminario, este solo se limitó a responder: “ya no tengo
vocación”.
“Copuchento, hablador y metete”
Fue un miércoles santo, en abril del
2007. Sebastián del Río, egresado de teología del seminario San Rafael,
se reunió afuera de la catedral del puerto con el obispo de Valparaíso,
Gonzalo Duarte. Sebastián estaba nervioso. Recién había egresado y aún
no sabía dónde haría su apostolado. Los rumores que había escuchado no
eran auspiciosos: “no te vas a poder ordenar por orden del obispo”, le
habían adelantado cercanos. El exseminarista temía lo peor: su
traumática experiencia en el Seminario San Rafael le iba a cortar su
camino al sacerdocio.
Gonzalo Duarte le pidió que fueran a un
lugar más privado a conversar, su departamento, ubicado a un costado de
la Catedral. Ahí, en la intimidad, le confesó que no se oponía a su
apostolado, mientras se quitaba la camisa de encima. Sebastián, atónito,
clavó su mirada en el suelo. El obispo le dijo que no creyera mentiras y
que por favor le aplicara crema en sus hombros y espalda para aliviar
sus dolores. El sacerdote espera que el joven cumpla sus instrucciones.
“Estaba impactado, con lágrimas en los ojos por la humillación y
sometimiento que me exigía”, describió Sebastián en la denuncia que
mandó al Vaticano por acoso sexual en el año 2011.
“Padre, yo esto no lo hago ni con mi
padre ni con mi abuelo, por qué usted me lo exige a mí”, le habría
contestado. Pero Duarte insistió. El exseminarista sabía que su futuro
estaba en las manos del obispo. Acongojado, empezó a expandir el gel por
la espalda, brazos y hombros del hombre más poderoso de la diócesis de
Valparaíso.
Esta tortuosa escena marcó el final de
su carrera en el seminario. Una historia que había comenzado en el año
1999, bajo la dirección espiritual de Mauro Ojeda. Al principio “me
sentía muy honrado”, contó en la denuncia. Pero las cosas cambiaron. En
el año 2002, Ojeda asumió como rector del Seminario y Sebastián tuvo que
buscar otro guía.
Ojeda comenzó a castigarlo sin razón y a
sobreexigirlo en los estudios. Su estado de ánimo era oscilante y
comenzó a visitarlo en su habitación en las noches. “Me pedía que lo
acompañara a todas partes, me gritaba, empecé a tenerle miedo”, contó el
exseminarista en su denuncia eclesiástica. “El maltrato me provocó
soriasis y otros malestares por el estrés”, agregó.
Sebastián, asustado, decidió mandar una carta al obispo auxiliar de Valparaíso, Santiago Silva, dando cuenta de su insoportable vida. Un mes después Silva le comentó: “Al parecer Mauro se ha enamorado de ti…debes enfrentarlo”.
Sebastián, asustado, decidió mandar una carta al obispo auxiliar de Valparaíso, Santiago Silva, dando cuenta de su insoportable vida. Un mes después Silva le comentó: “Al parecer Mauro se ha enamorado de ti…debes enfrentarlo”.
En diciembre del 2004, Sebastián se armó
de valor y le pidió explicaciones a su formador. El rector del
Seminario, experto acosador de jóvenes, le habría respondido con brutal
honestidad: “Espero que seas más cariñoso conmigo, que te preocupes más
de mí, que me saques los zapatos y me hagas cariño”.
Un mes más tarde, Mauro Ojeda abandonó
el seminario y se fue, sorpresivamente, como párroco a Chorrillos, en
Viña del Mar. Sebastián del Río nunca más supo de él ni tampoco de los
avances de su denuncia en la diócesis de Valparaíso.
Luego de la incómoda visita que tuvo con
el obispo Duarte, éste lo llamó para indicarle que debía conversar con
el Promotor de Justicia de Valparaíso, padre Celestino Aós, sobre su
denuncia en contra de Mauro Ojeda. El mismo Duarte, incluso, fue quien
pidió un informe detallado sobre el caso de Sebastián y quien sugirió,
debido a la gravedad de las acusaciones, que hiciera una denuncia
eclesiástica.
A dos días de la entrevista, lo citó
nuevamente en su departamento. Allí le dijo que debía renunciar al
sacerdocio y a la ayuda económica que le brindaba la Iglesia, por
“copuchento, hablador y metete”. La reunión no duró más de 15 minutos.
“Medio raro”
Tras abandonar el seminario, Mauricio
Pulgar ingresó a estudiar ciencias religiosas en la Universidad Católica
de Valparaíso en el año 1995. Su salida del seminario generó de
inmediato suspicacias entre las autoridades. Estaban preocupados, según
el exseminarista, “por todo lo que sabía y había visto”.
Al final le ofrecieron trabajo como
ayudante del sacerdote José Donoso Cheliuw, en la parroquia Santa Teresa
del Niño Jesús de Quillota. El exseminarista interpretó la oferta como
una manera sutil de controlarlo, pues el cura había sido su director
espiritual antes de ingresar al seminario.
Pulgar recuerda que Donoso, en aquel
tiempo, se empeñaba en generar un ambiente de ambigüedad afectiva hacia
él. Cuando lo confesaba, insistía obsesivamente en que acercara su
cabeza a sus genitales. “Era un niño ingenuo, tenía 13 años, estaba
convencido de que a un sacerdote no se le podía cuestionar”, reflexiona
hoy. La máxima de Donoso era que “si no obedecías a la Iglesia,
traicionabas a Cristo”. Pulgar obedeció nuevamente y aceptó el trabajo.
Su segunda temporada con Donoso fue aún
peor. El cura solía ingresar niños a la parroquia y se quedaba con ellos
en su dormitorio. Pulgar le recriminaba su conducta, pero el sacerdote
nunca se dio por aludido. Daniela Villagra, una feligresa de la
parroquia, recuerda que todos sabían que el cura era “medio raro”.
“Muchas veces entré y lo pillé con varios cabros chicos acostados
alrededor de él, tomando el vino de la misa. Me acuerdo del V, el J y el
R, uno rubiecito, de ojos claros, que decían que era pololo del cura”.
Luego de las fiestas, la señora Tita,
encargada del aseo en la parroquia, le mostraba a escondidas a Pulgar
las sábanas manchadas de secreciones. Llegó un momento, asegura el
exseminarista, que el cura perdió absolutamente el pudor. “Se compró de
la nada un auto y empezó a salir a carretear con los cabros”.
Pulgar, aburrido de las andanzas del
cura, decidió denunciarlo al sacerdote Jaime Da Fonseca. El obispo Jorge
Medina, al enterarse, le habría propuesto, a través de otro religioso,
que regresara al seminario. No aceptó. La negativa coincidió con su
salida de la facultad de teología. “Duarte prohibió que rindiera los
exámenes finales. Fue una venganza”, asegura Pulgar.
Un año más tarde Humberto Henríquez, el
mismo sacerdote que Marcelo Soto denunció en el seminario, llamó a
Pulgar para que lo ayudara en la parroquia que dirigía en Los Andes,
agradecido que este había llamado a su familia cuando estuvo internado
en el hospital.
Pulgar comenzó a viajar todos los fines
de semana. Henríquez aprovechaba de llevarlo a comidas con “viejas
momias” para que les hablara del purgatorio. “Me tenía prohibido que
hablara mal de la riqueza”, recuerda. En cada visita, asegura,
recolectaban entre 300 y 500 mil pesos.
Pese a ser un religioso instruido,
Henríquez usaba a ratos un lenguaje bastante vulgar. Lo curioso es que
lo hacía con otro sacerdote que llegaba a visitarlo. Pulgar recuerda que
hablaban de “salir a maraquear” y “prestar el poto”. Cuando se
percataban que el exseminarista los escuchaba, volvían a hablar entre
ellos. ¿Y este no es de los nuestros?, preguntaba uno. “No, todavía”,
respondía Henríquez.
Una vez que llegaron tarde, después de
visitar a un feligrés pudiente, Pulgar no alcanzó a tomar un bus de
regreso. Henríquez lo invitó a quedarse. Puso un colchón al lado de su
cama y le ofreció un vaso de bebida. El ex seminarista recuerda que
comenzó a sentirse mal y se recostó un rato. “En la madrugada comencé a
sentir jadeos y que algo movía mi cuerpo, cuando pude reaccionar sentí
que él me estaba ultrajando, que me estaba haciendo sexo oral”,
recuerda.
Pulgar no se podía mover. Está seguro
que Henríquez lo drogó y abusó de él. Apenas pudo incorporarse, el
sacerdote abrió un cajón lleno de dinero y le dijo que le pertenecía,
que ya era parte del círculo. “Él siempre me hablaba que para ascender
había que pasar este rito de iniciación, como los romanos en las
celebraciones místicas”. Pulgar no estaba para rodeos y lo increpó
duramente. Henríquez, pese a las evidencias, le pidió que no lo mal
interpretara. El exseminarista se fue y no le contestó el teléfono nunca
más.
Si hay algo que está arrepentido es la
manera en que los curas manipularon su voluntad. Esa forma sutil de
tortura cotidiana en busca de cómplices, victimizando sus pecados para
alcanzar la santidad. “Si tu accedes a ayudarlo en sus bajezas, les
alivianas la carga, transformándote en una de sus putas. Esa es la peor
aberración de la Iglesia”.
***
Mauricio Pulgar presentó en el año 2012
una querella por abusos sexuales en contra del presbítero Humberto
Henríquez y por encubrimiento y asociación ilícita en contra del resto
de sacerdotes involucrados. Luego de dos años de investigación, la causa
fue sobreseída por la justicia. Todos los sacerdotes acusados, entre
ellos Enríquez, Ojeda, Medina y Duarte, negaron las acusaciones en sus
respectivas declaraciones.
Sebastián del Río, luego de denunciar
por acoso a Mauro Ojeda el año 2004, envió una denuncia protocolizada al
Vaticano y terminó por abandonar el seminario.
Raúl González, testigo en la querella
interpuesta por Mauricio Pulgar, se desempeña en la actualidad como
profesor de educación básica en un colegio católico. Por esta razón
prefirió participar en el reportaje con otro nombre.
Marcelo Soto es primera vez que denuncia
públicamente los abusos sexuales cometidos por Humberto Henríquez, pese
a ser el primer seminarista en realizar una denuncia eclesiástica en
contra del sacerdote a principio de los 90. Si la denuncia hubiese sido
acogida, Mauricio Pulgar no habría sido abusado por el sacerdote.
1 comentario:
Cordial saludo.
Javier Prado y Gonzalo Duarte , siempre sobresalian de los demas curas del colegio SSCC de Viña del Mar, eran muy afeminados, y la forma como miraban a los cabros chicos , demostraba su homosexualidad.
Me disculpan, pero eran unos bastardos.
En un pais de ley Islamica, ya hubiesen sido ahorcados por degenerados.
Jorge A. Sfeir Rubio.
Email tariag613@att.net
Ph +1-786-3794938 whatsapp
Miami-Dade.
USA.
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