La maldición de los banqueros de Dios
El banco Vaticano fue el escondite para el dinero de políticos y mafiosos.
Juan Pablo II lo utilizó para financiar su guerra contra el comunismo.
Es difícil llegar al cielo siendo banquero de Dios. Ese título, atribuido a quienes han dirigido el Instituto para las Obras de Religión
(el IOR o banco del Vaticano) desde que Pío XII lo fundó en 1943, suele
ser más bien una autopista en el sentido contrario. Ahí está el
recuerdo de monseñor Paul Marcinkus, a quien Juan Pablo II protegió de
la justicia italiana escondiéndolo en el Vaticano y cuyos dos
principales aliados, el abogado de la mafia Michele Sindona y el
banquero Roberto Calvi, fueron asesinados. Al primero le sirvieron un
café con cianuro en la cárcel y al segundo lo colgaron de un puente de
Londres. Tales antecedentes debieron de pesar en el ánimo de Ettore
Gotti Tedeschi, el economista que Benedicto XVI situó en 2009 al frente
del IOR para limpiar las finanzas vaticanas, hasta el punto de que, tras percatarse de lo que escondían algunas de las 24.000 cuentas opacas del banco,
redactó un expediente con documentación sensible, se lo entregó a dos
amigos íntimos y les dijo: “Si me asesinan, aquí está la razón de mi
muerte”.
No lo asesinaron, pero los mismos
jerarcas de la Iglesia que acosaron a Joseph Ratzinger en cuanto buscó
la transparencia financiera, se deshicieron del banquero de Dios
acusándolo de vago y hasta de loco. Ahora, rehabilitado por la justicia
italiana pero aún no por el Vaticano, Gotti Tedeschi advierte de que, a pesar de los esfuerzos del papa Francisco, el IOR sigue siendo la guarida de muchos secretos inconfesables: “El caso Vatileaks
[la fuga de documentos que culminó en febrero de 2013 con la renuncia
al papado de Ratzinger] no ha sido todavía explicado. Es una parte de la
historia de la Iglesia que corre el riesgo de permanecer oscura.
Algunos de los responsables continúan trabajando en el Vaticano”.
La reacción de Gotti Tedeschi se produce
semanas después de que monseñor George Pell, el cardenal australiano a
quien Jorge Mario Bergoglio ha otorgado un poder casi absoluto para supervisar todos los departamentos
financieros del Vaticano —incluido el IOR—, empezara a sufrir una
cacería similar a la que sufrió él. Parecida en las armas —la filtración
de documentos reservados para minar su prestigio— y también en el
motivo: tanto Gotti Tedeschi, por orden de Ratzinger, como ahora Pell,
por orden de Bergoglio, están dispuestos a colaborar con las autoridades
italianas y europeas para evitar de una vez que la Santa Sede deje de ser un paraíso fiscal en el centro de Roma
y adopte los procedimientos internacionales contra el blanqueo de
capitales y la financiación del terrorismo. Lo de menos —para quienes
desde dentro del Vaticano se siguen oponiendo a la transparencia— es que
de las 21.000 cuentas que había en el IOR en 2009 ahora ya solo queden
15.000, sino que a Pell se le ocurra colaborar con el Gobierno italiano,
con el que acaba de alcanzar un acuerdo fiscal, e incluso pasarle
información sobre los propietarios y los movimientos de las cuentas
hasta ahora opacas. Ello sería considerado una traición al secretismo
vaticano que ya perpetró Gotti Tedeschi en 2010, cuando la fiscalía de
Roma secuestró 23 millones que el IOR tenía depositados en un banco
italiano, y del que también creen capaz al cardenal australiano, quien
el pasado mes de diciembre desveló que había encontrado cientos de
millones de euros escondidos.
Durante una entrevista al semanario británico Catholic Herald,
el arzobispo de Sidney dejaba caer una frase —mitad cándida, mitad
malévola— que resumía muy bien el desbarajuste vaticano: “Hemos
descubierto que las cuentas están mucho más sanas de lo que parecía, y
esto es porque algunos cientos de millones de euros habían sido
escondidos en cuentas particulares que no habían aparecido en el
balance”. La explicación que ofreció del sorprendente hallazgo dejaba a
las claras que los 253 organismos que dependen de la Santa Sede actúan,
en lo que a las cuestiones económicas se refiere, sin ningún tipo de
control: “Las congregaciones, los consejos pontificios y especialmente
la Secretaría de Estado se han beneficiado y han defendido su
independencia. Los problemas se discutían en casa… y eran muy pocos los
que sentían la tentación de decir al mundo lo que estaba pasando, a
excepción de cuando necesitaban ayuda”.
El cardenal australiano admitía en aquella polémica entrevista que personajes “sin escrúpulos”
se habían beneficiado de la “ingenuidad financiera” del Vaticano para
blanquear dinero sucio. Una ingenuidad que, atendiendo al pasado del
IOR, solo existe en la mente de Pell. A nadie se le escapa que el banco
de la Santa Sede fue durante décadas el escondite más seguro para el
dinero sucio de la política italiana e incluso de la mafia. Hasta la
misteriosa muerte de Juan Pablo I —ocurrida 33 días después de ser
elegido— fue atribuida al miedo del cardenal Marcinkus ante un pontífice
que con toda seguridad intentaría acabar con esa página vergonzosa de
la Iglesia. Su sucesor, Juan Pablo II, no solo no indagó, sino que
utilizó el banco y a las conexiones del cardenal Marcinkus con el banco
Ambrosiano para financiar su guerra contra el comunismo, enviando
verdaderas fortunas al sindicato polaco Solidaridad y las organizaciones
anticomunistas de Centroamérica. A cambio, Marcinkus seguía haciendo de
su capa un sayo con el IOR.
Un desbarajuste demasiado antiguo
y demasiado grande para que, a pesar de intentarlo, un Papa débil como
Benedicto XVI consiguiera arreglarlo. La causa efecto entre su intento
de limpiar el IOR y el acoso que sufrió y que desembocó en su renuncia
parece cada vez más clara. De ahí que Gotti Tedeschi, no sin cierta
amargura, avise al cardenal Pell de un peligro que sigue estando
vigente. Quienes, mediante robos de documentos y guerras de poder,
forzaron la renuncia de Ratzinger, trabajan aún en el Vaticano bajo las
órdenes de Bergoglio. Seguirán intentando que la luz no llegue hasta los
secretos más inconfesables del dinero de la Iglesia.
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