domingo, 11 de enero de 2015

REGALO DE REYES

Regalo de reyes
No me refiero a los regalos millonarios que reciben los de la sangre azul, ni a esos otros que se suelen auto conceder a sí mismos, no
No me refiero a los regalos millonarios que reciben los de la sangre azul, ni a esos otros que se suelen auto conceder a sí mismos, no; hago alusión a un regalo concreto, en remembranza de aquellos otros regalos que recibíamos cuando éramos niños con un halo enorme de ilusión, basada en la falsedad, pero ilusión al fin y al cabo, y en los que estábamos pensando casi todo el año.
Y es que, si nos ponemos a pensar (aunque ya sabemos que a ciertos sectores del poder eso de pensar les da mucha grima, y mucha más grima que piensen los demás), el asunto de las tradiciones religiosas son un verdadero dislate. Nos pasamos los primeros años de nuestras vidas con anhelos e ilusiones que resultan ser falsos; y nos pasamos el resto de ellas descubriendo, a poca mirada inquieta que tengamos, otras falsedades mucho menos inocentes que las de los reyes de Oriente. Mito, por cierto, que ni siquiera es original del cristianismo, sino copiado con descaro de antiguas culturas mesopotámicas.
Los reyes magos de Oriente no existen. Los regalos que les llegan a los niños el seis de enero han sido comprados por sus padres, por los padres que pueden hacerlo. Recordemos que más de un veinte por ciento de niños españoles viven por debajo del umbral de la pobreza. La ilusión no debería ser la excusa para perpetuar mitos y tradiciones que confunden las mentes infantiles, que anulan el desarrollo de la racionalidad y de la libertad de pensamiento, que habitúan al inconsciente colectivo a considerar las mentiras como verdades inamovibles, que relajan intelectualmente la tendencia innata a la búsqueda de la verdad, lo cual es, por cierto, el principal motor del conocimiento y, además, la columna vertebral del método científico.
Pero no, nos pasamos la vida engañando a los niños, haciéndoles tragar la falsedad como norma, el mito como realidad, y después les enviamos a las escuelas a aprender matemáticas y ciencia. Pura contradicción. Muchos recordamos la confusión y el barullo mental que vivimos a partir de cierta edad, confusión que algunos no logran despejar, por cierto, en toda su vida. Y que a algunos les lleva al fanatismo que es capaz de acabar con la vida de varios seres humanos en supuesta defensa de Alá, o de cualquier otro dios, como en la reciente tragedia del semanario francés Charlie Hebdo, sencillamente por ejercer la libertad de expresión.
Y no es que yo quiera, por descontado, acabar con mitos y tradiciones religiosas. Ya lo sé, es, por otra parte, un imposible. Lo que me gustaría es que las tradiciones, las leyendas, los mitos, las invenciones sean consideradas y vividas como tales, y no como verdades o mentiras a medias que fanatizan la mente de los adeptos a la ignorancia. Por pura salud mental, individual y colectiva. Porque las capacidades de crítica y de análisis de la realidad son fundamentales en los ciudadanos. Si en su lugar prevalece la superstición y la dogmática religiosa no existen ciudadanos, sino feligreses, intolerantes y fanáticos. Como dice el gran Noam Chomsky, si tuviéramos un auténtico sistema de educación se ofrecería a la infancia cursos de autodefensa intelectual. En España, en lugar de eso les embotamos las mentes de adoctrinamiento religioso, es decir, justamente todo lo contrario.
Sigamos un poco, a pesar de todo, las tradiciones, y ruego a mis lectores, que haberlos, haylos, acepten un pequeño regalo que se me ocurre, tras haber vuelto a releer el precioso texto de Eduardo Galeano “El derecho al delirio”, de su libro “Patas arriba. La escuela del mundo al revés” (1998). Parafraseando a Galeano, ¿Qué tal si nos regalamos el jamás proclamado derecho a soñar? ¿Qué tal si deliramos por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia para adivinar otro mundo posible. Un mundo en el que el aire estará libre de todo veneno que no provenga de los miedos humanos y de las humanas pasiones. Un mundo en el que se incorporará a los códigos penales el delito de la estupidez, y ése que comenten tantos que viven para ganar y medrar, en vez de vivir por vivir, no más, como canta el pájaro sin saber que canta, como juega el niño sin saber que juega.
Un mundo en el que nadie morirá de hambre, en el que los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle; en el que la educación no será un privilegio de quienes puedan pagarla; en el que la Santa madre Iglesia corregirá las erratas de sus mandamientos y dictará un mandamiento nuevo que a Dios se le había olvidado: “Respetarás a los animales y amarás a la naturaleza, de la que formas parte”; en el que serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma; en el que la justicia y la libertad volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda. Un mundo en el que todos seremos compatriotas de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido donde hayan nacido. Un mundo en el que la perfección sea sólo el aburrido privilegio de los dioses.
Este es mi pequeño regalo de reyes, no sé si reyes de sangre roja, lo cual sería lo más natural, y no sé si magos o simplemente un poco soñadores, como Galeano. Aunque los sueños son la antesala de realidad. Soñemos y deliremos un poco, por tanto. Es nuestro derecho. A pesar de tantos que se esmeran en robárnoslo.
Coral Bravo es Doctora en Filología
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