historias de la reacción: Maximiliano y el clero en México
Los obispos mexicanos emitían una carta pastoral donde saludaban el advenimiento del Imperio y exaltaban “las excelentes condiciones de este gran príncipe, su catolicismo neto, su piedad
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miércoles, 30 de octubre de 2013.
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miércoles, 30 de octubre de 2013.
Autor: Edgar González Ruiz.Fuente: Contralínea.
Autor: Edgar González Ruiz.Fuente: Contralínea.
Con tal de imponer sus dogmas y sus intereses al resto de la sociedad,
la jerarquía católica ha secundado las peores causas a lo largo de la
historia de México. Rechazó la Independencia y la Reforma liberal;
alentó la intervención francesa y el Imperio de Maximiliano; se
congració con Porfirio Díaz; se opuso a la Revolución; respaldó a
Victoriano Huerta, y en épocas más recientes fue cómplice de Salinas y
del Partido Acción Nacional.
A mediados del siglo XIX recibió calurosamente a Maximiliano, de quien
se distanció al considerar que no otorgaba al clero todos los
privilegios que éste anhelaba.
Entre los conservadores mexicanos que impulsaron la llegada de
Maximiliano a México se contó, además de Juan Nepomuceno Almonte
(1803-1869) –hijo del cura José María Morelos, prócer de la
Independencia–, el prelado Pelagio Antonio Labastida y Dávalos
(1816-1891), quien en enero de 1863 viajó a Miramar con el fin de
entrevistarse con Maximiliano “para excitar al príncipe austriaco, en
nombre de la religión y de todo el episcopado mexicano, a que aceptase
la santa y gloriosa misión para que lo había predestinado con sus
impenetrables secretos la providencia divina” (http://memoriapoliticademexico.org/...).
Del servilismo al desengaño
Dos meses después, el 10 de abril de 1863, Maximiliano y Carlota,
quienes usurparían el gobierno de México apoyados por Napoleón III,
juraban sobre los evangelios “asegurar por todos los medios el
bienestar, la prosperidad, la independencia e integridad de la nación”
(F Ibarra de Anda Carlota, Ediciones Xóchitl, México, 1944, página 71).
Carlota no se había olvidado de agradecer a la española Eugenia de
Montijo, esposa de Napoleón III, su apoyo a la expedición contra México,
a la que presentaba, a la vez, como una cruzada en defensa del
catolicismo y como una reconquista de México, luego de 4 décadas de
independencia, iniciada en 1821.
Por eso, le escribía en estos términos:
“Vuestra Majestad, que siempre favorece el bien, parece visiblemente
elegida por la Providencia para iniciar una obra que puede llamarse
santa. […] Por el nuevo vigor que debe dar a la religión entre un pueblo
donde las discordias civiles no han podido entender todavía la fe
ardientemente católica de sus antepasados. […] Los mexicanos son de raza
española, y por ello es que esa infortunada nación busca en Vos su
porvenir después de cuarenta años” [sic].
En abril de 1864, en ruta hacia México, Maximiliano y Carlota pasarían a
visitar a Pío IX, otro de los personajes interesados en el éxito de las
fuerzas invasoras y de los conservadores. En ese mismo año la jerarquía
católica mexicana recibió con entusiasmo delirante al invasor,
encabezado por el pretendido emperador Maximiliano.
En carta fechada el 12 de junio, Labastida y Dávalos, que era arzobispo
de México, decía que “Vuestras Majestades [Maximiliano y Carlota]
representan la misericordia de un Dios de ternura y bondad, que
condolido de nuestros males, quiere salvarnos una vez más…”, y se
refería a “las demostraciones entusiastas y tiernas con que han sido
recibidos desde el primer momento en que pisaron las playas de ésta su
nueva Patria” [sic] (“Salutación del Arzobispo de México a Maximiliano”
en Benito Juárez. Documentos, discursos y correspondencia, Secretaría
del Patrimonio Nacional, México, 1966, Tomo 9, página 93).
Hacía notar que Maximiliano había partido a conquistar México “con las
bendiciones del vicario de Jesucristo” y que el intruso había rendido
“sus homenajes filiales y regios ante el trono de la Reina de Anáhuac la
víspera de entrar en la Capital de su Impero” [sic].
En sus desmesurados elogios aseguraba que el arribo de Maximiliano y
Carlota significaba “el advenimiento de los bellos días, de los días de
virtud y felicidad…” y llegaba al extremo de comparar al sediciente
soberano nada menos que con ¡Jesucristo! La Iglesia mexicana, escribía:
“Se congratula llena de un santo júbilo como el profeta con Jerusalem
[sic] cuando estaba para venir el Salvador del mundo. Ella ve en
Vuestras Majestades a los enviados del cielo para enjugar sus lágrimas,
para reparar todas las ruinas y estragos que han sufrido aquí al
creencia y la moral…” [sic].
Con el mismo tono desmesurado, el conservador prelado deseaba “para la
imperial estirpe y familia, para su reinado y gobierno, abundantes
bendiciones, copiosas gracias y esa gloria que se merece en la equidad,
en la justicia, que se acrisola con la caridad cristiana y que, no
pudiendo quedar aprisionada en los límites del espacio ni en el cómputo
del tiempo, se incorpora en la del mismo Dios y viven en la eternidad”
(obra citada, página 94).
El mismo día, los obispos mexicanos emitían una carta pastoral donde
saludaban el advenimiento del Imperio y exaltaban “las excelentes
condiciones de este gran príncipe, su catolicismo neto, su piedad y la
protección consiguiente que otorgará con gusto a nuestro Ministerio, así
como las elevadas dotes, esclarecidas prendas, singulares virtudes y
tierno amor hacia nosotros de su augusta esposa nuestra emperatriz”
(obra citada, página 99).
En esa pastoral, se disponía que en todas las parroquias y catedrales
del país se elevaran preces por el “emperador” y que “en todas las misas
que se celebren en lo sucesivo […] se dará la colecta pro electo
Imperatore” (obra citada, página 100).
En un reportaje publicado el 26 de junio de 1864, un periodista
estadunidense describió el apoteósico recibimiento que el clero organizó
para Maximiliano en la capital del país el 12 de junio, donde “las
iglesias y sus torres fueron engalanadas y las campanas de Catedral y
demás iglesias cercanas llenaban el aire con su incesante repique”,
mientras que las calles lucían, en prosa y en verso, inscripciones con
exhortaciones y elogios para el invasor.
“Resultaba evidente que los sacerdotes fueron los autores de muchas de
ellas pues la cuestión religiosa apareció con chocante frecuencia. A
Maximiliano y Carlota se les calificaba no sólo como los salvadores de
México sino como los salvaguardas de la religión de todos los habitantes
del globo” (“Magnífico reportaje de un corresponsal estadounidense
sobre la entrada triunfal de Maximiliano a México”, en Benito Juárez.
Documentos…, Tomo 9, página 106).
Como parte del recibimiento, el arzobispo condujo a Maximiliano en la Catedral a un trono “especialmente erigido” para él.
En carta dirigida a Eugenia de Montijo el 18 de junio, Carlota
insistiría en que la aventura imperial era a la vez religiosa y
dinástica, pues con motivo de su entrada en la capital afirmaba:
“La vista de la Virgen de Guadalupe me ha impresionado mucho; era como
una gran reparación histórica el homenaje rendido a la protectora de los
indios por un descendiente de Carlos V (Maximiliano de Habsburgo)
presto a sentarse en el trono de Moctezuma…” (Fortino Ibarra de Anda,
Carlota: la emperatriz que gobernó, página 85).
A decir del célebre liberal Ignacio Ramírez, el Nigromante, “el clero
mexicano, acaudillado por el papa, y seducido por una promesa, vendió la
Independencia de la República a los franceses y el incienso de los
altares a Maximiliano” (citado en Guillermo Dellhora, La Iglesia
Católica ante la crítica en el pensamiento y en el arte, México, 1929,
página 290).
A su vez, Maximiliano hacía visible su afinidad con el clero, en las
grandes celebraciones religiosas, en Catedral, donde su corte “ostentaba
un lujo espléndido”, como anotó Juan de Dios Peza.
En esas ocasiones acompañaban al autodenominado emperador de México no
sólo su guardia palatina y toda la servidumbre imperial, sino los
oficiales del Ejército y de la Gendarmería, las autoridades municipales,
ministros, magistrados, e incluso el presidente y los miembros de la
Academia Imperial de Ciencias y Literatura, todos ellos vestidos con
vistosos uniformes (Juan de Dios Peza, “Un Jueves de Corpus en tiempo de
Maximiliano”, en Memorias, reliquias y retratos, Porrúa, México, 1990,
páginas 258-262).
Pero el idilio entre Maximiliano y el clero no fue duradero, pues el
Vaticano y los obispos esperaban que el invasor les otorgara demasiados
privilegios que colocaran a la Iglesia Católica, sin tolerancia para
ninguna otra, prácticamente en la situación que gozaba durante la
Colonia.
Mensaje secreto de Pío IX
Maximiliano provocó la ira del papa al proponerle un concordato de
nueve puntos, entre los que se incluían estos: 1. “El Gobierno Mexicano
tolera todos los cultos que no estén prohibidos por las leyes; pero
protege el católico, apostólico, romano, como religión del Estado”; 2.
“El tesoro público proveerá a los gastos del culto católico y del
sostenimiento de sus ministros…”; 3. “Los sacerdotes católicos
administrarán gratuitamente los sacramentos, sin poder cobrar a los
fieles”; 4. “La Iglesia cede y traspasa al Gobierno mexicano todos los
derechos con que se considera, respecto de los bienes eclesiásticos que
se declararon nacionales durante la República” [sic].
También se contemplaba revisar la situación de las órdenes religiosas
(punto 6), del registro civil (punto 8) y de la administración de
cementerios (punto 9), así como establecer entre el Estado y la Iglesia
una relación similar a la que regían entre la Iglesia y los reyes de
España (punto 5).
Enemigo encarnizado del liberalismo y del socialismo, Pío IX
(1792-1878), el papa que instauró la infalibilidad pontificia y luchó
tenazmente por preservar el poder temporal de la Iglesia, se escandalizó
ante esas propuestas que consideró nada menos que atentatorias contra
los derechos clericales.
En diciembre de 1864 envió a México a su representante, el nuncio Pedro
Francisco Meglia, arzobispo de Damasco, quien fue recibido con honores
por Maximiliano y por las tropas francesas.
Con relación a la propuesta de concordato, se negó terminantemente a
aceptar el primer punto, referente a la libertad de cultos, pues juzgaba
esa propuesta “contraria a la doctrina de la Iglesia y a los
sentimientos de la Nación mexicana, enteramente católica” (“El nuncio
rechaza el proyecto de concordato…” en Benito Juárez. Documentos,
discursos y correspondencia, Secretaría del Patrimonio Nacional, México,
1966, Tomo 9, página 483).
También expresó el “horror” que al clero le causaba una mera
indemnización, mediante subsidios, por las expropiaciones sufridas a
raíz de las leyes de Reforma; que la Iglesia quería seguir recibiendo
recursos de sus fieles y que no estaba dispuesta a ceder parte alguna de
sus bienes.
En contraparte, la Santa Sede proponía un pacto donde el clero tuviera
todo tipo de derechos y restituciones prácticamente sin cortapisas ni
obligaciones: restablecimiento de las órdenes religiosas, a criterio
sólo del papa, restitución total de bienes a la iglesia, abolición de
las leyes de Reforma y de “todas aquellas contrarias a los sagrados
derechos de la Iglesia” (página 483).
En misiva del 29 de diciembre de 1864, Meglia le hacía saber al
gobierno de Maximiliano que la misión que le había encomendado el papa
era “restituir los sagrados derechos de la Iglesia” y “reparar los
agravios hechos a la misma”, y manifestaba el desencanto clerical ante
el “Gobierno Imperial”, de cuyo actuar tenía “otras esperanzas y
lisonjeras promesas” [sic].
El propio Pío IX, quien en 2000 sería beatificado por el igualmente
reaccionario Juan Pablo II, había escrito una carta confidencial a
Maximiliano donde le explicaba las exigencias de la Iglesia en el ámbito
material y económico, así como la exigencia de que “…para devolver lo
más pronto posible los días felices a la Iglesia, es menester, antes que
todo, que la religión católica, con exclusión de todo otro culto
disidente, continúe siendo la gloria y el apoyo de la Nación mexicana…”
(“Carta Confidencial del Papa Pío IX a Maximiliano”, página 478).
En la misma misiva lanzaba poco velados reproches al espurio
gobernante, a quien le advertía que “Dios omnipotente […] os ha elegido
para gobernar esa Nación católica, con el objeto único de cicatrizar sus
llagas y de volver a honrar su religión santísima” [sic], por lo que lo
exhortaba a “que hagáis a un lado toda consideración humana” y “haceos
digno de las bendiciones de Jesucristo, príncipe de los pastores”
(página 477).
Los conflictos entre Maximiliano y el clero se fueron haciendo cada vez
más fuertes, al grado de que en enero de 1865, Carlota escribía a la
emperatriz Eugenia, consorte de Napoleón III, que “gracias al Nuncio y
al clero la situación es tan tensa como jamás creí que podría llegar a
serlo en este país” [sic] (página 640).
En su etapa de confrontación con el clero se atribuye a Maximiliano
haber dicho que “…él era más católico que muchos otros soberanos, y no
cedería a las amenazas de Roma; pues no tenía más responsabilidad que
para con Dios y su conciencia de soberano; que los arzobispos y obispos
mexicanos no comprendían su época ni el verdadero catolicismo; que a
muchos de ellos les faltaba un corazón cristiano; que si el Papa le
excomulgaba, sería el cuarto archiduque de Austria que lo hubiera sido”
[sic] (Guillermo Dellhora, La Iglesia Católica ante la crítica en el
pensamiento y en el arte, página 281).
Más allá de la historia del efímero imperio mexicano, que concluyó con
el fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas, Querétaro,
el 19 de junio de 1867, las exigencias de Pío IX y del clero de la época
estaban condenadas a una derrota aplastante en el porvenir.
No sólo en México jamás se volvió a imponer en la Constitución Política
la fórmula de la intolerancia religiosa, sino que hoy en día ningún
país de América contempla en sus leyes ese régimen, pues en todos se
acepta la libertad de cultos, y Costa Rica es el único donde la religión
católica es la del Estado.
*Maestro en filosofía; especialista en estudios acerca de la derecha política en México
En 1863, el ofrecimiento a Maximiliano de Habsburgo de la Corona Mexicana. (Wikipedia)
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