
La separación de la Iglesia y el Estado no debe significar, por parte de éste, el abandono de sus deberes y títulos de soberanía, ni que la Iglesia pueda desenvolverse en su aspecto temporal con absoluta independencia del Poder público. La separación quiere decir que la Iglesia es libre en la esfera de lo espiritual para establecer sus dogmas y practicar sus ritos con arreglo a su propia disciplina interna. Al Estado por ejemplo y, en éste sentido, no le preocupan los crucifijos; le preocupa el lugar donde algunos se empeñan en colocarlos. La separación significa, sacar a un Dios cualquiera del salón público para instalarlo en el corazón privado de los hombres.
La Iglesia es además una institución temporal que posee bienes, adquiere propiedades y, casi siempre interviene, en las luchas políticas del país, aprovechando la influencia que sus sacerdotes ejercen sobre la conciencia de los creyentes. En éste sentido- el temporal-, el Estado tiene el derecho y el deber de intervenir, como representante de la soberanía nacional, para fijar las condiciones a que debe ajustarse la existencia temporal de la Iglesia.
Separado o no de la Iglesia, es competencia del Estado la facultad de autorizar o denegar el establecimiento de asociaciones, de establecer su número y el de sus adherentes, así como limitar la propiedad de las corporaciones religiosas y aun de suprimirla. Es el Estado el que fija las normas legales a que debe ajustarse toda asociación, sea o no religiosa. Este principio es tan antiguo como el Estado mismo.
Maurice Félix en su obra Congregations Religieuseses dice lo siguiente: “La legislación romana las somete en su origen al mismo régimen que a las asociaciones laicas. Ninguna agrupación, cualquiera que fuese su naturaleza, podía existir ni poseer sin que previamente hubiera sido autorizada por el Poder público. Las asociaciones no autorizadas no sólo podían ser disueltas, sino, además, tratados sus miembros como sediciosos e incursos en las penalidades establecidas para los perturbadores del orden público. Y, por otra parte, el soberano podía siempre disolver una asociación regularmente constituida”.
Fue en el siglo V, ya sojuzgado el Imperio por la Iglesia, cuando las comunidades religiosas y establecimientos eclesiásticos se atribuyeron a sí mismos, el derecho para constituirse, investidos de plena personalidad civil sin la autorización expresa del Estado. En lo sucesivo, han sido los obispos los únicos árbitros para decidir la oportunidad de crear nuevas agrupaciones religiosas. Esta facultad fue un privilegio que la Iglesia arrancó a un Imperio agonizante. Declarada religión oficial la católica, era inevitable que la Iglesia concluyese por absorber al Estado y precipitar su decadencia ya manifestada en la renuncia voluntaria a sus esenciales prerrogativas.
La independencia temporal de la Iglesia sólo es compatible con un Estado débil y anárquico.
Guadarrama, Madrid, 14 Frimario CCXVIII
Un fraternal saludo republicano.
Eduardo Calvo García
http://futurorepublicanismohispano.blogspot.com/
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